Un espacio de lectura y reflexión sobre Gestión Empresarial y Liderazgo. Y si quieres todavía más… todos los JUEVES a las 16:20 (GMT+1), en CAPITAL RADIO, mi sección "QUIERO SER UN BUEN JEFE"
¿Qué opinas de la meritocracia? ¿Estás cansado de ver a tu alrededor a personas que no han merecido su posición o su estatus? ¿Quién paga y sufre las consecuencias de la mediocre-cracia? ¿Por qué la meritocracia cuenta con tantos adeptos como detractores?
Es importante definir los términos. En concreto, el significado de mérito. El de cracia es claro: poder o gobierno. Con mérito me refiero a que las posiciones de mayor responsabilidad sean ocupadas por personas que se lo han ganado. Que sean la capacidad y el esfuerzo los parámetros para designar a los que destacan, en lugar de su posición social, riqueza o amiguismo. ¿Por qué algo que a priori parece razonable genera rechazo en muchos sectores? Intentaré aportar algo de luz.
Hay quien entiende la meritocracia como una sociedad donde la competición es el valor fundamental, con mucha dosis de agresividad, que deja en la cuneta a los menos capacitados o menos esforzados. Sería lo opuesto al igualitarismo. Sin embargo, escoger entre una sociedad u organización meritocrática y otra igualitaria es una falsa disyuntiva. Ambas pueden convivir. Esta convivencia entre las dos facciones es el camino que han escogido las democracias occidentales para alcanzar sus cotas de bienestar. Algunas más escoradas hacia el liberalismo económico como la norteamericana, y otras con más inclinación socialdemócrata, como las europeas. Con matices no menores entre ambas, con imperfecciones, todas ellas han abrazado importantes elementos del keynesianismo como modo de regir la política, la economía y, como resultado, la sociedad. El Estado de bienestar se aplica en todo occidente, con más determinación en unos países que en otros, con más intensidad en unos ciclos económicos que en otros.
En mi opinión, el Estado tiene una función fundamental: garantizar la igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos. Que el menos afortunado social o económicamente pueda acceder al mismo abanico de oportunidades que el agraciado por razón de cuna. Eso es una sociedad igualitaria para mí. Seguro que has oído hablar de la Pirámide de Maslow. Pues sería el equivalente a tener cubiertos los dos primeros niveles de la pirámide: las necesidades de la fisiología y las de seguridad. Abraham Maslow era un psicólogo muy interesante, uno de los máximos exponentes de la psicología humanista. Según esta corriente, la mente humana está en permanente búsqueda de su propia salud mental. En la década de los cuarenta y cincuenta del siglo pasado, Maslow postuló que la salud mental se alcanza a través de ir escalando niveles en lo que él llamó la pirámide de las necesidades que hoy lleva su nombre. Tiene cinco niveles: necesidades fisiológicas, de seguridad, de aceptación social, de autoestima, de autorrealización. Las cuatro primeras las categorizaba como las necesidades básicas, las primordiales para tener una salud mental equilibrada. La quinta correspondería a la excelencia mental, al máximo bienestar posible que podemos sentir. Es en este quinto nivel donde habremos desarrollado todo nuestro potencial deseado, entendiéndolo como aquello que podemos y queremos ser. Es un nivel muy personal, que abarca un amplio abanico de posibilidades. Para algunos será algo muy sofisticado y concreto, para otros será desarrollarse plenamente como padres, por ejemplo. Según Maslow, una vez hemos alcanzado un nivel, empezamos a sentir la necesidad irrefrenable de escalar al siguiente. La mayoría de las personas nos quedamos entre el nivel tercero o cuarto. Llegar al quinto es difícil, requiere de un camino con mucho trabajo personal, hay que sortear muchas frustraciones y muy pocos lo alcanzan. Sin embargo, hay personas que llegan con facilidad, de forma natural. Otras se estrellan continuamente. Desde luego, si tus expectativas vitales están desalineadas con tu potencial, te vas a llevar una frustración tras otra. De hecho, esa desalineación indicaría que ni siquiera estás en el nivel cuarto, el de la autoestima.
Respecto al nivel quinto, Maslow examinó lo que tenían en común los individuos que llegaban a ese estadio. Lo hizo tomando como muestra a personas que él conocía bien, colegas psicólogos y de otras disciplinas, familiares y amigos, que claramente cumplían con las características de la autorrealización. Como anécdota curiosa, incluyó en ese estudio a Albert Einstein. Encontró que todos ellos tenían rasgos de personalidad similares. En concreto, eran personas con los pies en el suelo, centradas en la realidad. Identificaban con facilidad lo postizo, lo que carecía de autenticidad. No se derrumbaban ante las dificultades de la vida porque trataban las situaciones difíciles como problemas a gestionar. Se encontraban cómodos solos, necesitaban sus espacios de soledad. Se relacionaban de manera saludable con los demás. Su círculo de amistades era reducido, compuesto por un puñado de amigos y familiares, huyendo de las relaciones masivas y superficiales. En resumen, personas con una rica vida interior, reflexivas y con tendencia al recogimiento.
Una vez que el Estado de bienestar nos garantiza la igualdad de oportunidades, es entonces cuando cada uno tiene que buscarse su vida. A partir de esa línea de partida es cuando debe entrar en juego el mérito. La capacidad y el esfuerzo personal deberían determinar lo que cada cual consiga en la vida.
¿Quién determina lo que significa el esfuerzo? Ahí es donde radica la dificultad, y el argumento principal de los detractores de la meritocracia. Basan su rechazo en la dificultad de definir y medir el esfuerzo. Tienen razón, es difícil medirlo. Pero, a falta de un aparato de medida matemáticamente exacto, existen pruebas y evidencias válidas para identificar quién se ha esforzado y quién no, quién ha desarrollado capacidades y quién no.
A falta de un sistema mejor, a mi juicio el meritocrático es el menos malo. Es como la democracia: a pesar de sus imperfecciones, es el menos malo de los sistemas conocidos de organización político-social. Winston Churchill decía que uno puede considerar la democracia un mal sistema hasta que experimenta lo malas y peores que son las alternativas. Me parece igualmente aplicable a la meritocracia.
Las sociedades igualitarias en el sentido marxista, es decir, las que se basan en el principio de “cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad”, son muy desmotivadoras para los que se esfuerzan. Y además de desmotivadoras son ineficientes, lentas y tendentes a la corrupción de los mandos. Matan la iniciativa personal y requieren de una maquinaria burocrática enorme para mantenerla en pie, concediendo de esa manera un excesivo poder a los que controlan el Estado. He oído a ideólogos de algún partido político emergente argumentar una vuelta a este tipo de sociedades igualitarias. No utilizan el término marxista porque saben que les restaría votos, pero su discurso es equivalente. Considero que sería un grave error alejarnos de la meritocracia.
Las sociedades no meritocráticas tienden a la mediocridad, ya que no aplican criterios objetivos para alcanzar los puestos de responsabilidad. Si muchos de nuestros políticos son mediocres, o si nuestro sistema educativo es mediocre según indican los estudios comparativos con otros países de nuestro entorno, o si nuestras empresas son mediocres… si existe toda esa mediocridad, es porque todos nosotros somos mediocres. Todas las personas pertenecientes a esos colectivos salen de nosotros, de los ciudadanos. No vienen de otro planeta. Ergo todos somos mediocres. Será, muy posiblemente, debido a que no aplicamos la meritocracia como un criterio de selección en los puestos de mayor responsabilidad. Y por responsabilidad no me estoy refiriendo al poder ni a los jefes. Me refiero a cualquier puesto desde el que la capacidad de influencia sea alta. Un profesor, por ejemplo.
Me costaría poner en un ranking cuál de esos colectivos es menos meritocrático y por tanto más mediocre. Sin embargo, existe un caldo de cultivo del que emerge todo lo que somos y todo lo que no somos como sociedad: la educación de nuestros hijos. Los valores que reciben en casa y en la escuela van a ser el pilar que sustente nuestra sociedad en las próximas generaciones. Y en este aspecto tenemos mucho camino por recorrer en nuestro país y mucho que aprender de los nórdicos, por ejemplo.
Según mi punto de vista, lo más urgente a mejorar en el sistema educativo es darnos cuenta de que enseñar al ritmo que marca el que tiene más dificultades para el aprendizaje es un error. Por pura probabilidad estadística, en cada aula tendremos a un grupo reducido de alumnos con capacidad intelectual destacada, llamémosle grupo A, un grupo mayoritario de alumnos con una capacidad intelectual media, llamémosle grupo M, y finalmente otro grupo reducido con dificultades para el aprendizaje, el grupo Z. Por un perverso concepto de solidaridad, los profesores tienden a impartir los conocimientos al ritmo que necesitan los niños con dificultades, es decir, los del grupo Z. Te invito a reflexionar sobre los efectos perversos de esta praxis en cada grupo. Comencemos por losalumnos del grupo Z. Con esa praxis no tendrán ningún estímulo para esforzarse más allá de sus capacidades. Los preadolescentes y adolescentes tienen el cerebro muy plástico, lo cual favorece las conexiones neuronales, que son las que conforman nuestra capacidad intelectual. Si no les retamos, si les educamos como a incapaces, obtendremos incapaces. En cuanto a los alumnos del grupo M, estamos desaprovechando su plasticidad neuronal. Son alumnos que podrían dar más de sí, pero como no se sienten retados por el sistema, tienden al estado de mínima energía, como todos los cuerpos de la naturaleza. O sea, les estamos instalando en la mediocridad intelectual. Les estamos hurtando la posibilidad de que brillen. Por lo que respecta a los alumnos del grupo A, aquí los efectos del grupo anterior se verán multiplicados. Si a los M les instalamos en la mediocridad, a estos los estamos colocando en el aburrimiento intelectual, que es primo hermano de la mediocridad. Cualquier cosa que suene a escuela, a educación, a aprendizaje, la rechazarán sistemáticamente el resto de sus vidas. Se aislarán en sus hobbies, lo cual está bien, pero como colectivo estaremos desaprovechando un talento precioso.
Solidaridad perversa, sí, porque ¿quién piensa en los A y los M? ¿Cuánto talento estamos desaprovechando? El menos favorecido tiene derecho a que se piense en él o ella para que pueda alcanzar las habilidades de los más capaces, sí, pero debería hacerse con refuerzo externo. No se pueden convertir nuestras aulas, durante su horario lectivo, en centros de refuerzo permanente.
No soy partidario de la segregación escolar por capacidades. Se puede conseguir que en una misma aula se desarrollen las capacidades de los tres grupos. Así lo demostró el experimento de Rosenthal y Jacobson, también llamado efecto Pigmalión, probando que el desarrollo intelectual de los estudiantes está influido por las expectativas de sus profesores y la manera en que estas expectativas se transmiten.
Tan solo brillamos cuando salimos de nuestra burbuja protectora y nos enfrentamos a los desafíos a los que la vida, nuestros tutores o nuestros mentores, nos exponen. Salir de la zona cómoda requiere de padres, madres y profesionales que nos conduzcan por senderos de esfuerzo y de reto. Como decía Goethe, “Trata a una persona como lo que es, y seguirá siendo lo que es; trátala como lo que puede llegar a ser, y se convertirá en lo que puede llegar a ser”.
Te deseo lo mejor.
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Daniel, coincidencia en un 95% con lo que dices. Estas ideas generan excelencia, cambios, progreso.
Abrazo,
Un placer, Gustavo. Gracias por pasarte por aquí.